"La moral y las buenas costumbres son virtudes del hombre cabal una estatua perfecta le encubre por si acaso olvidó su verdad"
-Alejandro Filio-
Hoy retomamos nuestra sección Adarme divulgación, en esta oportunidad escogimos un ensayo extraído del libro Los próximos cincuenta años. El artículo fue escrito por Paul Bloom, quien es profesor de psicología de la Universidad da Yale, experto en lenguaje y desarrollo, goza de reconocimiento internacional. Junto con Steven Pinker es coautor de uno de los textos seminales en este campo. Saludos
HACIA UNA TEORÍA DEL DESARROLLO MORAL
Los estudiantes universitarios que asisten a su primer curso de psicología-por lo común una asignatura introductoria general- suelen sorprenderse de lo desabrido que resulta. Entran al aula con la esperanza de aprender cómo funciona su mente, así como alguna vaga idea de lo que entraña la psicología: los sueños, la conciencia, la maldad, la locura, el amor. Al final del semestre salen de clase tambaleándose, con la cabeza llena de tenues recuerdos sobre las sinapsis inhibitorias, los perros de Pavlov y las ratas de Skinner, algunos experimentos entretenidos y turbadores en psicología social y la última taxonomía de las enfermedades mentales. No obstante acaban el curso sin haber hallado respuesta a las preguntas que les inquietaban y, lo que es peor, con la sensación que ni siquiera nadie ha planteado dichas cuestiones. Este fenómeno ya no parece hoy en día tan evidente como lo era hace diez años, y existen indicios que señalan que la psicología hacia mediados de siglo será cualquier cosa menosdesabrida. Se tratará de una disciplina de amplio alcance y rica en el punto de vista teórico; una disciplina donde concurran los descubrimientos, los métodos y las ideas que se barajan en distintos ámbitos del saber, incluidas la bilogía evolutiva, la antropología cultural y la filosofía de la mente. Dicho de otro modo, dentro de cincuenta años la psicología se parecerá en gran medida a la psicología que imperó hace un siglo, hacia finales del siglo XIX. Vivimos tiempos apasionantes. Al final de El origen de las especies, publicado en 1859, Chales Darwin sostenía lo siguiente “En el futuro lejano veo campos abiertos para investigaciones de mucho mejor calado. La psicología se sostendrá sobre una base, la base de la adquisición necesaria de cada una de las facultades y aptitudes mentales de manera gradual” (veinte años antes, en sus diarios privados, había escrito: “Quien alcance a comprender al babuino aportará más a la metafísica que el propio Locke”). Darwin trató de contribuir a su promesa con dos obras posteriores: El origen del hombre y la selección en relación al sexo, la cual constituía básicamente un intento de explicar la diferencia psicológica entre los seres humanos y otro animales, y, un año después, La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, que continúa vigente como una de las obras capitales para quienes tengan interés por la psicología y la fisiología de la expresión emocional. En 1890, William James publicó sus Principios de psicología, una ambiciosa e idiosincrásica visión de la mente, sustentada en las mejores propuestas científicas del momento. De esa misma época, aunque con un planteamiento muy distinto, data el trabajo de Sigmund Freud. A pesar de la influencia interrumpida de Freud en todas las áreas de las humanidades, este autor goza de una posición incómoda en la psicología contemporánea, tanto clínica como experimental, y hoy en día tan sólo aparece en los cursos de introducción como una muestra de interés histórico, caso que no sea abiertamente ridiculizado por los académicos. Sin embargo, su iniciativa intelectual, su entusiasmo y su ambición fueron a todas luces extraordinarios. Valgan como ejemplo las primeras líneas de La interpretación de los sueños, publicada en 1890: “En las siguientes páginas demostraré que existe una técnica psicológica que nos permite interpretar los sueños y que, cuando se aplica este procedimiento, cada sueño resulta ser una formación psicológica significativa a la que puede otorgársele un lugar reconocible dentro de lo que ocurre en nuestro interior durante las horas de vigilia”. El espíritu que planea sobre el conjunto del programa investigador de Freud –su propuesta para alcanzar una ciencia unificada de la mente, basada en la interacción de procesos inconscientes- resultó coherente en buena medida con el trabajo de Darwin y James. En el siguiente siglo, la psicología se convirtió en un compartimento estanco, divorciado de otras áreas del saber, en especial de la filosofía y la biología evolutiva.
La psicología perseguía erigirse, intencionada y conscientemente, en una ciencia autónoma. Uno de los resultados de dicho intento vino dado por la rama del conductismo, la corriente dominante de la psicología estadounidense del siglo XX. El conductismo, tras rechazar la noción jamesiana de la psicología como <> asumió que tan sólo puede estudiarse con objetividad el comportamiento susceptible de observación, que toda conducta resulta virtualmente del aprendizaje, y que no existen diferencias de principios en el modo según el cual especies distintas (los seres humanos, pongamos por caso, en oposición a las ratas) realizan ese aprendizaje. El conductismo aparece ahora como una teoría muerta donde las haya, en buena medida porque todas esas premisas se han demostrado erróneas. Y a pesar de que este proyecto de investigación ha aportado sustanciales logros metodológicos –métodos útiles para poner a prueba las aptitudes de animales sin capacidad de expresión verbal, como las ratas y los bebés-, han sobrevivido pocos descubrimientos relevantes para el estudio de las personas. La corriente predominante en la actualidad es la psicología cognitiva, que propone un análisis computacional de la actividad mental, de manera más reciente en término de la dinámica del proceso paralelo distribuido, o de redes neuronales. Este proyecto de investigación ha resultado mucho más fructífero, si bien su éxito se ha visto limitado en buena media a aquellas áreas que pueden ser sujetas a modelos sin mayores problemas por medio de un ordenador. Así pues, poseemos un gran volumen de investigaciones acerca del juego de ajedrez, del razonamiento deductivo, de las identificaciones de objetos, de la comprensión lingüística y de distintas formas de memoria. Sin embargo, las emociones, el comportamiento sexual, la motivación, la personalidad y el gusto son fenómenos en buena parte relegados a las áreas en las que prima la aplicación, como psicología clínica.
Todo este panorama está cambiando, sobre todo porque ha aumentado la interacción con otras disciplinas. No es fruto de la casualidad que algunas de las ideas más influyentes en el ámbito de la psicología provengan de fuera, de filósofos como Daniel Dennett y Jerry Fodor, de teóricos evolucionistas como William Hamilton y Robert Trivers, de economistas, antropólogos y lingüistas. No cabe duda de que uno de los eruditos más influyentes en el terreno de la psicología ha sido el lingüista Noam Chomsky, cuya acometida contra un libro de B.F. Skinner titulado Comportamiento verbal constituyó, en 1959, un golpe decisivo para la corriente conductista. La conexión interdisciplinar con la biología evolutiva goza de particular interés. En los últimos años, se ha producido una creciente aceptación de la idea darwiniana que el cerebro, como cualquier otro órgano biológico, ha sufrido una evolución paralela al proceso de selección natural, de manera que las capacidades cerebrales pueden entenderse, y con resultados provechosos, como adaptaciones y consecuencias de dichas adaptaciones. Tal vez esto pueda parecer obvio para algunos, y ciertamente es indiscutible en ciertos ámbitos de la psicología cognitiva. Quienes trabajan en el campo de la percepción visual nunca han puesto en duda que los ojos hayan sufrido una evolución para llegar a ver, por ejemplo. Pero en otras ramas de la psicología, la mera mención del evolucionismo se ha considerado impropia, ingenua o políticamente sospechosa. Cuando en 1975 apareció Sociobiología, de E. O. Wilson, a modo de intento moderno de aplicar el pensamiento evolucionista a fenómenos como la agresión, la sexualidad o el altruismo, la obra fue recibida con verdadera hostilidad. A lo largo de la última década, sin embargo, ha emergido con fuerza la disciplina de la psicología evolutiva, que combina la ciencia cognitiva contemporánea con la bilogía evolutiva, encabezada por eruditos como Leda Cosmides y John Tooby, de la Universidad de California en Santa Bárbara. Muchas de las propuestas específicas que se han desarrollado dentro de ese marco se han demostrado controvertidas, pero el proyecto de investigación en sí mismo está resultando cada vez más aceptado, hasta el punto que parece más que posible que deje de existir como una departamento independiente de la psicología. En los próximos cincuenta años, el término “psicología evolutiva” pasará a ser un anacronismo, dado que dicha denominación indica que existe alguna otra rama de la psicología que no se corresponde con consideraciones como la ventaja selectiva, el diseño de adaptación, etc. (¿Psicología creacionista?) Siempre habrá psicólogos que estén menos interesados en la evolución, del mismo modo que existen quienes no tienen el menor interés por el funcionamiento del cerebro o la marcha del desarrollo, pero el hecho de que existan consideraciones evolutivas –junto con las provenientes de la neurociencia y el desarrollo- de las que emanen demostraciones en el estudio psicológico estará fuera de toda duda. Como resultado de esta reintegración con otros ámbitos del saber, veremos que la psicología de los próximos cincuenta años se enriquecerá en más de un sentido. Por tradición, la psicología ha constituido el estudio de dos sectores de población: estudiantes universitarios de primer año y ratas de laboratorio. Aún así los investigadores están cada vez más versados en las indagaciones que ponen en contacto especies distintas, no porque alberguen la genuina idea de que poseen mentes iguales, si no como una forma de observar la evolución de los diversos sistemas mentales. De manera similar la observación de distintos puntos del ciclo vital, de los tipos de enfermedad mental, de las diferencias interculturales, etcétera, resultaría un enfoque natural para observar la estructura subyacente de la actividad mental y su procesos. Esta diversidad metodológica se halla normalizada hoy en día en ámbitos que tratan la memoria y la percepción, pero devendrá de uso común en los ámbitos más “blandos”, como puedan serlo la psicología social y la psicología de la personalidad. Tomemos en consideración, por ejemplo, el estudio del pensamiento y la acción moral. Esta solía ser un área de fundamental importancia en la investigación psicológica, marcaba un punto de diferencia entre Darwin y James. En El origen del hombre, Darwin trató de explicar la moral humana en términos de un incremento generalizado de la inteligencia del ser humano, el cual nos permitía trascender las reacciones emocionales de nuestros antepasados los primates para alcanzar la noción misma del comportamiento ético, un código moral que puede aplicarse con justicia y objetividad. James lo veía de distinto modo, y así lo defendió en sus Principios: los aspectos que distinguen la naturaleza human son tan sólo el resultado de la suma de instintos sociales, como la timidez y la prudencia, de los que carecen otros animales. Alfred Russell Walace, contemporáneo de Darwin, sostenía una tercera postura: creía que el altruismo del ser humano representaba un misterio tal que su mera existencia refutaba la teoría de la selección natural en lo tocante a la mente humana. Por lo general, la existencia del altruismo y la moralidad, antaño investigada nada más que por filósofos y teólogos, ha construido un problema central dentro de la psicología evolutiva. Es muy probable, sin embargo, que los universitarios que asisten a los primeros cursos introductorios de psicología nunca oigan hablar de ello, y que en cambio dediquen muchas horas al laberíntico estudio de las ratas de laboratorio o de la tosca anatomía del sistema nervioso de los primates. Yo mismo trabajo en el campo de la psicología del desarrollo, y no deja de sorprenderme que los buenos libros de texto de ese ámbito concedan más extensión al aprendizaje lingüístico –que cuenta con varias publicaciones periodísticas especializadas y ciclos de conferencias dedicados en exclusiva a este aspecto- que al desarrollo moral, es decir, al proceso según el cual los niños llegan atener ciertas nociones maduras acerca de lo correcto y lo incorrecto, y de cómo tales nociones llegan a afectar su comportamiento. No se debe todo ello a una conspiración; la relegación del desarrollo moral se deba lisa y llanamente a que sepamos tan poco del tema, no a que exista una verdadera falta de interés por profundizar en él. De hecho, el estudio del desarrollo moral goza de profunda importancia en el terreno práctico. Los padres y madres desean saber como criar a sus hijos par que sean buenas personas; hay miembros responsables de la sociedad que quieren mejorar el entorno de los jóvenes –en aspectos como la escolarización, pongamos por caso- para formar una generación de personas buenas. Estos deseos parecen ser universales, si bien hay marcadas diferencias, por supuesto, en lo que se considera bueno y moral.
Asimismo, nosotros queremos conocer la respuesta a ciertos asuntos específicos: ¿una azotaina es mala para los niños? ¿Cuáles son los efectos de los videojuegos o las películas violentas? ¿Es mejor que a un niño lo eduquen ambos progenitores que sólo uno? ¿Cómo afectan los cuidados diarios al temperamento de los niños y a su empatía? A pesar de los que ustedes lean en reportajes de prensa o vean informativos de televisión, no conocemos las respuestas a esas preguntas. Disponemos de conjeturas hechas con cierta base, pero en líneas generales sabemos que los niños criados por padres y madres buenos tienen una mayor tendencia a ser personas buenas que los criados por madres y padre malos. No tiene excesiva importancia la manera en que midamos estos rangos, si ser “malo” es aplicable a padres con conducta abusiva, que padecen alcoholismo o esquizofrenia, o tal vez a aquellos que apenas asisten a las reuniones de la asociación de padres de alumnos del colegio de sus hijos; la cuestión radica en que los pecados de los padres suelen aparecer también en los hijos. No obstante no sabemos por. Qué. Quizás el fenómeno se deba a los efectos de la propia crianza de los hijos: ser criado por adultos agresivos puede hacer que un niño sea más agresivo, por ejemplo. O puede que ese rasgo se transmita genéticamente. De manera que la relación entre la agresividad del padre y la del hijo existiría incluso aunque nunca se hubiera conocido. Podría también ser un efecto del niño sobre su padre: un niño agresivo puede provocar el enfado y la violencia en los adultos que lo cuidan. Existen otras posibilidades, y sin lugar a dudas puede haber una interacción compleja entre ellas.
Mientras escribo el presente ensayo, se ha publicado una monografía que informa de un estudio realizado a gran escala sobre los efectos de la televisión causa en 570 adolescentes. Sus hábitos como tele espectadores se registran a la edad de cinco años y, diez años después, se analizaron sus notas escolares, su agresividad, su consumo de cigarrillos e indicadores similares. Los niños que en edad preescolar veían muchos programas educativos tendían, ya en la adolescencia, a obtener mejor calificaciones, a fumar menos y a actuar con menos agresividad que aquellos que veía programación de carácter violento en edad preescolar. Este informe desborda de implicaciones políticas que coinciden en buena medida con el sentido común: los programas de contenidos educativos son beneficiosos, mientras que lo de contenido violento son nocivos, así que en televisión debería haber más de los primeros y menos de los segundos. Sin embargo, en el apartado donde se discute dicho informe se encuentra semioculto el reconocimiento por parte de los autores de que existe otra explicación posible para sus hallazgos. A fin de cuentas, ya sabemos, que algunos quinceañeros son más proclives a la agresividad que otros; algunos son tímidos, algunos adoran a los animales, otros los deportes, etcétera. Los niños del estudio escogieron aquellos programas de televisión que querían ver, de modo que es de suponer que los más inclinados a la lectura, los dotados de un mayor compromiso intelectual, preferían ver Barrio Sésamo, mientras que los niños más agresivos tendían a ver programas de contenido violento. Si así fuera, lo único que este estudio vendría a demostrar es que los niños agresivos en edad preescolar tienen tendencia a convertirse en adolescentes violentos, mientras que los niños inclinados a la lectura tienden a ser adolescentes que gustan de la lectura. Algo que, una vez más, ya sabíamos desde hace mucho tiempo. Pudiera ser, entonces, que la televisión no tenga nada que ver con todo este asunto. O pudiera ser que sí. La cuestión es, simplemente, que no lo sabemos. No se trata sólo de realizar nuevos estudios. Lo que de hecho nos hace falta es una teoría del desarrollo moral, que fundamente en un trabajo interdisciplinar, en el cual se dé cabida a la psicología cognitiva y a la teoría evolutiva. Necesitamos una teoría del desarrollo moral que se halle a la altura intelectual de nuestras teorías sobre el desarrollo del lenguaje y de la percepción. Sólo entonces podremos tratar con propiedad estas cuestiones acerca de la causalidad y pe prevención. ¿Llegaremos a una teoría de estas características en los próximos cincuenta años? Hata el momento, mi planteamiento ha sido bastante animoso: la psicología será mucho más interesante, se disolverá los límites arbitrarios entre las disciplinas, se ampliará el panorama de estudio…
Todo ello es positivo. Mas seguimos sin saber el progreso que alcanzaremos en cuanto a problemas de más hondo calado, como el pensamiento moral o la conciencia. Hay eruditos, como Noam Chomsky y el filósofo Collin McGinn, que se muestran escépticos al respecto. Al fin y al cabo somos seres humanos, no ángeles, y del mismo modo que hay cosas que podemos comprender, debe haber otras que no podemos entender: Pudiera ser que la naturaleza del pensamiento moral o de la conciencia se halle más allá de nuestra capacidad de comprensión, no porque estos temas gocen de un estado especial o místico, sino porque no somos lo bastante inteligentes para vislumbrar fenómenos de ese tipo. Es como si los perros quisieran comprender el cálculo matemático. No hay modo alguno de averiguar si esta visión pesimista está en los cierto, ni tampoco una alternativa que mueva a creer que es errónea. La notoria falta de progreso hasta la fecha, sin embargo, bien debiera llevar a cierta humildad por parte de los psicólogos, en particular en lo tocante a la formación de políticas sociales. Esta carencia de progresos me ha impedido hablar aquí de los beneficios prácticos que aportará la psicología durante los próximos cincuenta años, una omisión que pudiera ser curiosa. ¿Acaso no sería de esperar que la psicología del futuro logre curar la enfermedad mental, poner remedio a la infelicidad, erradicar los prejuicios y la ignorancia, enseñarnos a criar los niños con sentido de la moral, felices e independientes, y muchos otros objetivos deseables? Uno tiene esa impresión al leer la prensa general, y muchos psicólogos que confían alegremente en sus capacidades o ambicionan subvenciones y peso político hacen lo posible para alentar dicha idea. En realidad, sin embargo, los beneficios prácticos de la psicología siempre han sido modestos. Si dejamos de lado ciertas innovaciones estrictamente clínicas –muchas de las cuales han surgido ante todo de la bioquímica y la neurología-, las aportaciones de la psicología sobre cómo gestionar la sociedad, tratar a los criminales, educar y criar a nuestros hijos han sido, como mucho, fruto del sentido común, cuando no han resultado desfasadas e incluso peligrosas, como puede serlo la creencia ampliamente divulgada en mi propia disciplina de que si no se machaca a un niño con estímulos sociales y cognitivos durante los primeros tres años de su vida, ese niño está perdido para siempre. Otros ejemplos similares incluyen lo efectos provechosos de que los bebés escuchen a Mozart, los peligros del cuidado diario y la crucial importancia del vínculo afectivo madre-hijo en las primeras horas de vida. Lo único que en verdad puede afirmarse acerca de estos dictámenes de dominio público es que cambian con gran rapidez. Si a usted no le agrada lo que dicen los psicólogos sobre cómo educar a su hijo –el grado y el tipo de disciplina, cuánto y cuándo dormir, y cosas por el estilo-, no tiene más que esperar uno o dos años para que le digan algo distinto. Una visión optimista de la psicóloga de los próximos cincuenta años vendría a afirmar que será ésta una ciencia mucho más madura, que aplicará la metodología y las perspectivas teóricas que tan bien han funcionado en ámbitos como la percepción, y en áreas más “blandas” y menos exploradas, como el pensamiento moral. A lo largo de esta investigación podremos alcanzar al menos una panorámica sobre el funcionamiento de la mente y tener más confianza en nuestro enfoque científico, de manera que nos sea posible reconocer u apreciar la dificultad de todos estos problemas, y darnos cuenta de todo lo que aún resta por aprender.
La psicología perseguía erigirse, intencionada y conscientemente, en una ciencia autónoma. Uno de los resultados de dicho intento vino dado por la rama del conductismo, la corriente dominante de la psicología estadounidense del siglo XX. El conductismo, tras rechazar la noción jamesiana de la psicología como <
Todo este panorama está cambiando, sobre todo porque ha aumentado la interacción con otras disciplinas. No es fruto de la casualidad que algunas de las ideas más influyentes en el ámbito de la psicología provengan de fuera, de filósofos como Daniel Dennett y Jerry Fodor, de teóricos evolucionistas como William Hamilton y Robert Trivers, de economistas, antropólogos y lingüistas. No cabe duda de que uno de los eruditos más influyentes en el terreno de la psicología ha sido el lingüista Noam Chomsky, cuya acometida contra un libro de B.F. Skinner titulado Comportamiento verbal constituyó, en 1959, un golpe decisivo para la corriente conductista. La conexión interdisciplinar con la biología evolutiva goza de particular interés. En los últimos años, se ha producido una creciente aceptación de la idea darwiniana que el cerebro, como cualquier otro órgano biológico, ha sufrido una evolución paralela al proceso de selección natural, de manera que las capacidades cerebrales pueden entenderse, y con resultados provechosos, como adaptaciones y consecuencias de dichas adaptaciones. Tal vez esto pueda parecer obvio para algunos, y ciertamente es indiscutible en ciertos ámbitos de la psicología cognitiva. Quienes trabajan en el campo de la percepción visual nunca han puesto en duda que los ojos hayan sufrido una evolución para llegar a ver, por ejemplo. Pero en otras ramas de la psicología, la mera mención del evolucionismo se ha considerado impropia, ingenua o políticamente sospechosa. Cuando en 1975 apareció Sociobiología, de E. O. Wilson, a modo de intento moderno de aplicar el pensamiento evolucionista a fenómenos como la agresión, la sexualidad o el altruismo, la obra fue recibida con verdadera hostilidad. A lo largo de la última década, sin embargo, ha emergido con fuerza la disciplina de la psicología evolutiva, que combina la ciencia cognitiva contemporánea con la bilogía evolutiva, encabezada por eruditos como Leda Cosmides y John Tooby, de la Universidad de California en Santa Bárbara. Muchas de las propuestas específicas que se han desarrollado dentro de ese marco se han demostrado controvertidas, pero el proyecto de investigación en sí mismo está resultando cada vez más aceptado, hasta el punto que parece más que posible que deje de existir como una departamento independiente de la psicología. En los próximos cincuenta años, el término “psicología evolutiva” pasará a ser un anacronismo, dado que dicha denominación indica que existe alguna otra rama de la psicología que no se corresponde con consideraciones como la ventaja selectiva, el diseño de adaptación, etc. (¿Psicología creacionista?) Siempre habrá psicólogos que estén menos interesados en la evolución, del mismo modo que existen quienes no tienen el menor interés por el funcionamiento del cerebro o la marcha del desarrollo, pero el hecho de que existan consideraciones evolutivas –junto con las provenientes de la neurociencia y el desarrollo- de las que emanen demostraciones en el estudio psicológico estará fuera de toda duda. Como resultado de esta reintegración con otros ámbitos del saber, veremos que la psicología de los próximos cincuenta años se enriquecerá en más de un sentido. Por tradición, la psicología ha constituido el estudio de dos sectores de población: estudiantes universitarios de primer año y ratas de laboratorio. Aún así los investigadores están cada vez más versados en las indagaciones que ponen en contacto especies distintas, no porque alberguen la genuina idea de que poseen mentes iguales, si no como una forma de observar la evolución de los diversos sistemas mentales. De manera similar la observación de distintos puntos del ciclo vital, de los tipos de enfermedad mental, de las diferencias interculturales, etcétera, resultaría un enfoque natural para observar la estructura subyacente de la actividad mental y su procesos. Esta diversidad metodológica se halla normalizada hoy en día en ámbitos que tratan la memoria y la percepción, pero devendrá de uso común en los ámbitos más “blandos”, como puedan serlo la psicología social y la psicología de la personalidad. Tomemos en consideración, por ejemplo, el estudio del pensamiento y la acción moral. Esta solía ser un área de fundamental importancia en la investigación psicológica, marcaba un punto de diferencia entre Darwin y James. En El origen del hombre, Darwin trató de explicar la moral humana en términos de un incremento generalizado de la inteligencia del ser humano, el cual nos permitía trascender las reacciones emocionales de nuestros antepasados los primates para alcanzar la noción misma del comportamiento ético, un código moral que puede aplicarse con justicia y objetividad. James lo veía de distinto modo, y así lo defendió en sus Principios: los aspectos que distinguen la naturaleza human son tan sólo el resultado de la suma de instintos sociales, como la timidez y la prudencia, de los que carecen otros animales. Alfred Russell Walace, contemporáneo de Darwin, sostenía una tercera postura: creía que el altruismo del ser humano representaba un misterio tal que su mera existencia refutaba la teoría de la selección natural en lo tocante a la mente humana. Por lo general, la existencia del altruismo y la moralidad, antaño investigada nada más que por filósofos y teólogos, ha construido un problema central dentro de la psicología evolutiva. Es muy probable, sin embargo, que los universitarios que asisten a los primeros cursos introductorios de psicología nunca oigan hablar de ello, y que en cambio dediquen muchas horas al laberíntico estudio de las ratas de laboratorio o de la tosca anatomía del sistema nervioso de los primates. Yo mismo trabajo en el campo de la psicología del desarrollo, y no deja de sorprenderme que los buenos libros de texto de ese ámbito concedan más extensión al aprendizaje lingüístico –que cuenta con varias publicaciones periodísticas especializadas y ciclos de conferencias dedicados en exclusiva a este aspecto- que al desarrollo moral, es decir, al proceso según el cual los niños llegan atener ciertas nociones maduras acerca de lo correcto y lo incorrecto, y de cómo tales nociones llegan a afectar su comportamiento. No se debe todo ello a una conspiración; la relegación del desarrollo moral se deba lisa y llanamente a que sepamos tan poco del tema, no a que exista una verdadera falta de interés por profundizar en él. De hecho, el estudio del desarrollo moral goza de profunda importancia en el terreno práctico. Los padres y madres desean saber como criar a sus hijos par que sean buenas personas; hay miembros responsables de la sociedad que quieren mejorar el entorno de los jóvenes –en aspectos como la escolarización, pongamos por caso- para formar una generación de personas buenas. Estos deseos parecen ser universales, si bien hay marcadas diferencias, por supuesto, en lo que se considera bueno y moral.
Asimismo, nosotros queremos conocer la respuesta a ciertos asuntos específicos: ¿una azotaina es mala para los niños? ¿Cuáles son los efectos de los videojuegos o las películas violentas? ¿Es mejor que a un niño lo eduquen ambos progenitores que sólo uno? ¿Cómo afectan los cuidados diarios al temperamento de los niños y a su empatía? A pesar de los que ustedes lean en reportajes de prensa o vean informativos de televisión, no conocemos las respuestas a esas preguntas. Disponemos de conjeturas hechas con cierta base, pero en líneas generales sabemos que los niños criados por padres y madres buenos tienen una mayor tendencia a ser personas buenas que los criados por madres y padre malos. No tiene excesiva importancia la manera en que midamos estos rangos, si ser “malo” es aplicable a padres con conducta abusiva, que padecen alcoholismo o esquizofrenia, o tal vez a aquellos que apenas asisten a las reuniones de la asociación de padres de alumnos del colegio de sus hijos; la cuestión radica en que los pecados de los padres suelen aparecer también en los hijos. No obstante no sabemos por. Qué. Quizás el fenómeno se deba a los efectos de la propia crianza de los hijos: ser criado por adultos agresivos puede hacer que un niño sea más agresivo, por ejemplo. O puede que ese rasgo se transmita genéticamente. De manera que la relación entre la agresividad del padre y la del hijo existiría incluso aunque nunca se hubiera conocido. Podría también ser un efecto del niño sobre su padre: un niño agresivo puede provocar el enfado y la violencia en los adultos que lo cuidan. Existen otras posibilidades, y sin lugar a dudas puede haber una interacción compleja entre ellas.
Mientras escribo el presente ensayo, se ha publicado una monografía que informa de un estudio realizado a gran escala sobre los efectos de la televisión causa en 570 adolescentes. Sus hábitos como tele espectadores se registran a la edad de cinco años y, diez años después, se analizaron sus notas escolares, su agresividad, su consumo de cigarrillos e indicadores similares. Los niños que en edad preescolar veían muchos programas educativos tendían, ya en la adolescencia, a obtener mejor calificaciones, a fumar menos y a actuar con menos agresividad que aquellos que veía programación de carácter violento en edad preescolar. Este informe desborda de implicaciones políticas que coinciden en buena medida con el sentido común: los programas de contenidos educativos son beneficiosos, mientras que lo de contenido violento son nocivos, así que en televisión debería haber más de los primeros y menos de los segundos. Sin embargo, en el apartado donde se discute dicho informe se encuentra semioculto el reconocimiento por parte de los autores de que existe otra explicación posible para sus hallazgos. A fin de cuentas, ya sabemos, que algunos quinceañeros son más proclives a la agresividad que otros; algunos son tímidos, algunos adoran a los animales, otros los deportes, etcétera. Los niños del estudio escogieron aquellos programas de televisión que querían ver, de modo que es de suponer que los más inclinados a la lectura, los dotados de un mayor compromiso intelectual, preferían ver Barrio Sésamo, mientras que los niños más agresivos tendían a ver programas de contenido violento. Si así fuera, lo único que este estudio vendría a demostrar es que los niños agresivos en edad preescolar tienen tendencia a convertirse en adolescentes violentos, mientras que los niños inclinados a la lectura tienden a ser adolescentes que gustan de la lectura. Algo que, una vez más, ya sabíamos desde hace mucho tiempo. Pudiera ser, entonces, que la televisión no tenga nada que ver con todo este asunto. O pudiera ser que sí. La cuestión es, simplemente, que no lo sabemos. No se trata sólo de realizar nuevos estudios. Lo que de hecho nos hace falta es una teoría del desarrollo moral, que fundamente en un trabajo interdisciplinar, en el cual se dé cabida a la psicología cognitiva y a la teoría evolutiva. Necesitamos una teoría del desarrollo moral que se halle a la altura intelectual de nuestras teorías sobre el desarrollo del lenguaje y de la percepción. Sólo entonces podremos tratar con propiedad estas cuestiones acerca de la causalidad y pe prevención. ¿Llegaremos a una teoría de estas características en los próximos cincuenta años? Hata el momento, mi planteamiento ha sido bastante animoso: la psicología será mucho más interesante, se disolverá los límites arbitrarios entre las disciplinas, se ampliará el panorama de estudio…
Todo ello es positivo. Mas seguimos sin saber el progreso que alcanzaremos en cuanto a problemas de más hondo calado, como el pensamiento moral o la conciencia. Hay eruditos, como Noam Chomsky y el filósofo Collin McGinn, que se muestran escépticos al respecto. Al fin y al cabo somos seres humanos, no ángeles, y del mismo modo que hay cosas que podemos comprender, debe haber otras que no podemos entender: Pudiera ser que la naturaleza del pensamiento moral o de la conciencia se halle más allá de nuestra capacidad de comprensión, no porque estos temas gocen de un estado especial o místico, sino porque no somos lo bastante inteligentes para vislumbrar fenómenos de ese tipo. Es como si los perros quisieran comprender el cálculo matemático. No hay modo alguno de averiguar si esta visión pesimista está en los cierto, ni tampoco una alternativa que mueva a creer que es errónea. La notoria falta de progreso hasta la fecha, sin embargo, bien debiera llevar a cierta humildad por parte de los psicólogos, en particular en lo tocante a la formación de políticas sociales. Esta carencia de progresos me ha impedido hablar aquí de los beneficios prácticos que aportará la psicología durante los próximos cincuenta años, una omisión que pudiera ser curiosa. ¿Acaso no sería de esperar que la psicología del futuro logre curar la enfermedad mental, poner remedio a la infelicidad, erradicar los prejuicios y la ignorancia, enseñarnos a criar los niños con sentido de la moral, felices e independientes, y muchos otros objetivos deseables? Uno tiene esa impresión al leer la prensa general, y muchos psicólogos que confían alegremente en sus capacidades o ambicionan subvenciones y peso político hacen lo posible para alentar dicha idea. En realidad, sin embargo, los beneficios prácticos de la psicología siempre han sido modestos. Si dejamos de lado ciertas innovaciones estrictamente clínicas –muchas de las cuales han surgido ante todo de la bioquímica y la neurología-, las aportaciones de la psicología sobre cómo gestionar la sociedad, tratar a los criminales, educar y criar a nuestros hijos han sido, como mucho, fruto del sentido común, cuando no han resultado desfasadas e incluso peligrosas, como puede serlo la creencia ampliamente divulgada en mi propia disciplina de que si no se machaca a un niño con estímulos sociales y cognitivos durante los primeros tres años de su vida, ese niño está perdido para siempre. Otros ejemplos similares incluyen lo efectos provechosos de que los bebés escuchen a Mozart, los peligros del cuidado diario y la crucial importancia del vínculo afectivo madre-hijo en las primeras horas de vida. Lo único que en verdad puede afirmarse acerca de estos dictámenes de dominio público es que cambian con gran rapidez. Si a usted no le agrada lo que dicen los psicólogos sobre cómo educar a su hijo –el grado y el tipo de disciplina, cuánto y cuándo dormir, y cosas por el estilo-, no tiene más que esperar uno o dos años para que le digan algo distinto. Una visión optimista de la psicóloga de los próximos cincuenta años vendría a afirmar que será ésta una ciencia mucho más madura, que aplicará la metodología y las perspectivas teóricas que tan bien han funcionado en ámbitos como la percepción, y en áreas más “blandas” y menos exploradas, como el pensamiento moral. A lo largo de esta investigación podremos alcanzar al menos una panorámica sobre el funcionamiento de la mente y tener más confianza en nuestro enfoque científico, de manera que nos sea posible reconocer u apreciar la dificultad de todos estos problemas, y darnos cuenta de todo lo que aún resta por aprender.
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3 comentarios:
Juan Carlos, acabo de leer tu última entrada en el blog, y me pareció inevitable comentarte que acabo de iniciar un blog propio que tiene por objetivo temas comunes con ésta nota. He decidido ir agregando entradas en forma secuencial y progresiva, de modo que recién hay algo sobre lo que denomino anatomía funcional del cerebro. Me gustaría saber tu comentario. Saludos
Victor
Funciones políticas del cerebro. blogspot
En horabuena Víctor por el blog! Pasamer el link por favor o la direccion justa así lo veo que no lo encontré
Saludos!!
http://funcionespolticasdelcerebro.blogspot.com/
disculpá, es que soy medio de la época de la radio a transistores y con una polea con piolín en el dial...
Saludos
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